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Índice de capítulos


  1. Deberes patrióticos
  2. El alzamiento incruento
  3. Las revoluciones de la revolución
  4. El alarde de la Infanta
  5. El heroico título
  6. Las charreteras del uniforme
  7. Constitucionales contra la plaga
  8. Cuestión de prestigio
  9. El sobresalto del Esgueva
  10. La bula entorpecida
  11. El gas letal
  12. El ferrocarril es cosa de locos
  13. La muerte inaplazable
  14. Las razones de Rufino
  15. Cada cual con su cólera
  16. Regresa el bullicio
  17. Pacto equivocado
  18. El ultimátum del Gobernador
  19. José María Semprún
  20. La visita de Jacoba
  21. Redimir la casa
  22. Los tormentos de Iglesias
  23. El honor de los concejales
  24. El mal de las quintas
  25. Reynoso rompe su silencio
  26. La ciudad en armas
  27. El gran día se aproxima
  28. Paseo triunfal
  29. Vuelta a la realidad
  30. Lo imposible siempre sucede
  31. La confidencialidad de la cena
  32. Ruegos desesperados

Fragmentos


I- DEBERES PATRIÓTICOS
Es el momento, se dijo con determinación Agustín Nogueras. El Gobierno no se fiaba del viejo general, ministro de la Guerra durante la regencia de Espartero, y le había enviado cinco meses antes, en febrero, a Valladolid. Nogueras percibió el destino como lo que era, como un destierro, y desde que llegó a la ciudad no paró de conspirar contra el vanidoso duque de San Luis y su Gabinete. Sentado, en su despacho, escribió una papeleta para el general Alesón y ordenó que le fuera entregada en su casa, inmediatamente, en persona. El general tardaría escasamente media hora en llegar, el tiempo que le llevaría enviar unas escuetas instrucciones a los oficiales indicados. Los preparativos estaban hechos desde semanas atrás, desde que O’Donnell y Dulce se reunieran en Vicálvaro para medirse con las tropas gubernamentales. Entonces, la situación era harto incierta. El combate no dio ningún vencedor y nadie se había comprometido con los alzados. No en vano, O’Donnell distaba de ser un progresista y, aunque más valiera un general al frente del Gobierno que no un periodistucho vanidoso y engreído, venido de ninguna parte, no era cuestión arriesgarse con un pronunciamiento para provecho de los moderados. Ahora, las cosas habían cambiado. Retirado con la caballería de Dulce hasta Manzanares, O’Donnell parecía haber comprendido que la situación exigía tomar nuevas medidas. Nogueras analizaba, una vez más, la copia del manifiesto de O’Donnell que tenía en las manos cuando su asistente le interrumpió en sus meditaciones: el general Alesón había llegado. –Pasa Atanasio. He recibido el último parte del cuartel de Manzanares. Antes de nada, léelo. Supongo que ya habrás ordenado que se presenten los mandos. –Así es. Estarán de camino. En cuanto vi el triángulo en tu

II- EL ALZAMIENTO INCRUENTO
El coche que conducía al alcalde y a la comisión a las casas consistoriales enfilaba su tramo final, en Fuente Dorada. El calor de julio y el silencio de los corregidores se fundían con la calma de las calles. Sólo se escuchaban las pisadas de los caballos cuando Sigler devolvió el azoramiento a sus compañeros. –¿Sabía alguien dónde podían estar guardadas las banderas de la Milicia?–. La pregunta era tan sencilla como pertinente, pero la respuesta se abstuvo de aparecer por ninguna parte. No les quedaba más remedio que depositar sus esperanzas en el conserje del ayuntamiento, lo que difícilmente a cualquiera de ellos se le hubiera ocurrido en otra situación. Bastante sería con que les abriera la puerta. La campanilla de la calle despertó de su siesta a Remigia, la mujer del conserje. No era exactamente como despertarlo a él, pero, al fin y a la postre, obraría los mismos efectos. Encantada con tener un motivo por el que incomodar a su marido, no dudaría ni medio segundo en sobresaltarle cuan abruptamente fuera posible. –¡Levántate! ¿No oyes que llaman a la puerta? Tú, ¿qué vas a oír? Si estás más sordo que una tapia –¿Quién?, ¿dónde? –La puerta. ¿No oyes la puerta? –¿Qué puerta? –¿Qué puerta va a ser?, ¿la de tu palacio? La puerta del ayuntamiento, majadero. –Déjame en paz. ¿Quién va a llamar a estas horas? –¿A mí me lo preguntas? Yo qué sé. El conserje eres tú. Vamos gandul, no ves que vuelven a llamar. Se alborotará media ciudad y seguirás acurrucado en el camastro.

III- LAS REVOLUCIONES DE LA REVOLUCIÓN
Tal y como confiaban las autoridades, la ciudad se mantuvo tranquila durante el domingo. Cierto que algunos paseantes se preguntaron por el significado de la antigua bandera en las casas consistoriales, pero nadie se molestó en exceso en tratar de averiguarlo. Días después, fue el propio Ayuntamiento quien advirtió a los vecinos del entusiasmo, de la alegría y de la satisfacción que experimentaban los buenos ciudadanos al contemplar tremolando la bandera triunfante de la Milicia Nacional. La municipalidad les daba las gracias por su buen comportamiento y sensatez en tan aventurado como bravo alzamiento, gozosamente realizado sin derramamiento de sangre ni multiplicación de odio. A la vez, exhortaba, cualesquiera que fueren los acontecimientos que se preparasen, a que todos se prestaran gustosos a mantener el orden bajo la enseña de «Libertad y Constitución». La Junta Provisional de Gobierno, o lo que era lo mismo, los dos atanasios –Alesón y Cantalapiedra–, comenzó inmediatamente a hacer su trabajo. Pidieron a Santarén el inolvidable favor de reimprimir, ese mismo día, la proclama de Manzanares de 7 de julio para su difusión entre los vecinos. Exhortaron a los alcaldes de la provincia a «no facilitar auxilios de ningún género a fuerzas armadas que no se hubieren adherido al honroso alzamiento». Nombraron gobernador civil a Miguel Álvarez, literato de parca pluma y fácil conversación, «para que ni por un momento faltara autoridad encargada por velar por el orden público» y suprimieron el Consejo Provincial. Los consejos provinciales eran órganos consultivos y tribunales administrativos en los que se apoyaba el poder del Gobierno sobre las provincias. Su existencia era manifiestamente incompatible con la Junta Provisional. Creados en el cuarenta y cinco por Narváez, al frente de ellos estaba

IV- EL ALARDE DE LA INFANTA
Nogueras era un progresista. Su rapidez en ubicar a Espartero entre las sombras de la revolución nos induce a pensar que pudieran haber tenido tratos anteriores. Tal vez, en los últimos meses de su retiro logroñés, el duque de la Victoria le había robado suficiente tiempo a la horticultura –su pasatiempo favorito– para prestar oídos a las halagüeñas proposiciones de sus camaradas, su debilidad más apegada. ¿Mantenían contacto directo los antiguos compañeros de armas? ¿Lo hacían a través de Van-Halen, familiar de uno de los colaboradores más veteranos e íntimos del caudillo? No lo sabemos. Pero Nogueras comprendió la esencia del alzamiento en el que se había implicado y no sólo fue capaz de pactar con el Ayuntamiento, sino que no dudó en incorporar a su propia estrategia personajes quizás muy alejados de sus convicciones ideológicas. Era el caso de Josefa Fernanda de Borbón y de su marido, José de Güell y Renté. Doña Josefa era hermana del Rey consorte. Sus relaciones con Isabel II no debían de ser precisamente las de prima y cuñada amantísima, que ambos parentescos se unían. En el cuarenta y ocho se había casado sin el perceptivo permiso de la soberana con «persona notable y manifiestamente desigual» y la Reina decidió dispensarla de los honores que la correspondían como Infanta de España. En el cuarenta y ocho, con el trasfondo de la gran revolución europea, las cosas no estaban para bromas y menos para andar mezclando realeza con pueblo. El entonces presidente del Consejo de Ministros, el duque de Valencia, el aclamado héroe de los legitimistas que consiguió mantener a España al margen de la revolución, puso sobre el despacho de la Reina el Real decreto que abolía los privilegios de su cuñada. La real mano lo rubricó sin mayores inconvenientes;

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